Qatar es un país con una abismal desigualdad social, un régimen autoritario y prohibitivo y un conservadurismo obsceno. También es actualmente el centro de las miradas del planeta fútbol y, gracias a algunas manifestaciones, el foco de las controversias políticas.
En su libro “Cambiar el mundo sin tomar el poder” (2002), John Holloway nos plantea prescindir de los beneficios del Estado para hacer la revolución. Es decir, la idea de que no hace falta tomar el poder (del Estado) para hacer una sociedad más justa e igualitaria (abolir el poder o al menos romper ciertas relaciones de poder). En otras palabras, que no se necesita tomar el poder para abolirlo.
El grito (como una especie de manifestación contra las miserias sociales) como punto de partida ante la adversidad tiene dos dimensiones, según explica el autor. Una parte inactiva, de rabia, y otra de esperanza, que implica un hacer, un intento de cambiar las cosas.
Holloway detalla a lo largo del capítulo cuatro de su obra, la contradicción en el concepto de poder, donde diferencia el poder-hacer y el poder-sobre.
El poder implica poder-hacer, pero un hacer consciente, negativo en el sentido de que niega un estado de cosas dadas.
La diferencia entre la mejor abeja que hace celdas en los panales y el peor albañil que construye, dice Holloway, es que el último tiene la capacidad de proyectar: una proyección consciente más allá de lo que existe. Hay en el albañil una negatividad de lo que existe y una proyección de algo nuevo. A todas luces el proceso del albañil (más allá del resultado) es creativo, el de la abeja no.
El hacer es siempre social dice Holloway, y a veces, colectivo. Es colectivo cuando se entrelaza con otros. Por ejemplo, si yo escribo un libro, se trata de un proceso social porque ese libro existe materialmente independientemente de mí, pero se volverá colectivo si alguien más lee ese libro (hacer-lectura-de otro). Por lo que este hacer se convierte en la constitución material de un nosotros: un entrelazamiento de consciencias.
El poder se nos revela en el libro de Holloway como una capacidad para hacer algo. Una gran corporación económica tiene recursos para establecer (hacer) las reglas del mercado, el Estado tiene la capacidad de la coerción (policía, ejército, poder judicial) para hacer cumplir las leyes mediante el uso de la fuerza, entre otras cosas.
Hay una ruptura de ese hacer como proyección cuando algunas personas (o grupos) se apropian de la concepción y comandan a otras para que ejecuten lo que ellas han concebido conforme a sus propios intereses. En la sociedad capitalista el mecanismo de dominación, dice Holloway, consiste en separar a los hacedores de lo hecho. Es decir, los poderosos se apropian de lo hecho.
En este punto aparece un antagonismo interesante escondido en la noción de poder: el poder-hacer –sostiene Holloway-, aquel bidimensional, esperanzador y revolucionario y el poder-sobre, un poder de los poderosos, que se apropia de lo hecho e invisiviliza a los que hacen (los verdaderos).
Aquí el salto que nos propone el autor: para cambiar el mundo, insiste, no hace falta crear un contrapoder, esto es confrontar un ejército contra otro ejército, un partido político contra otro, sino más bien pasa por el establecimiento de un antipoder, que es algo mucho más radical. Es decir, hacer cosas, que nos reconozca como sociedad igualitaria, libre, justa, etc., pero sin que para el cumplimiento de ese objetivo sea necesario la dependencia del Estado, de un espacio político, de una corporación mediática, económica, o cualquier representación del poder-sobre (quienes realmente tienen el poder).
A simple vista, parece una tarea utópica, titánica. Sin embargo hemos visto varios ejemplos durante los primeros días del mundial de fútbol que se celebra en Qatar. En principio, un país que casi se presenta como modelo. Con una economía que logró construir estadios de otra galaxia e incluso creó ciudades que no existían para el evento. Una nación que puso su dinero a disposición para que el mundial se realizara allí y no en otro lugar del mundo, jactándose de su propio poder económico.
Es también una sociedad desigual, con una distribución de la riqueza que excluye a gran parte de la población, donde gobierna la misma familia hace casi 200 años: los Al Thani. Un régimen prohibitivo que persigue a todos los sectores disidentes, especialmente a la comunidad LGBTIQ+. Lo sabemos entre otras situaciones por la negativa de varios artistas a participar de la apertura de la cita mundialista el pasado domingo. Rod Stewart y Dua Lipa se negaron a asistir por la vulneración de los derechos humanos en el país organizador.
También nos enteramos que la FIFA (representación del poder-sobre), un organismo supraestatal, con enorme influencia en el mundo gracias a las afiliaciones de gran parte de los países, junto a Qatar presionaron para impedir una protesta en contra de la política de persecución a la homosexualidad.
Previo al partido del lunes entre Inglaterra e Irán, los jugadores ingleses realizaron una protesta, previamente consensuada entre los futbolistas, en contra del racismo del régimen qatarí.
En esa misma sintonía los jugadores de Irán no cantaron el himno nacional en la previa del partido contra los ingleses, en apoyo a las manifestaciones en su país. En el estadio se vieron también banderas con el lema “woman life freedom” (libertad para la vida de las mujeres).
Otra de las situaciones llamativas de este mundial fue la foto de la selección de Alemania, previa al partido con Japón, donde los deportistas posaron tapándose la boca. Se trató de una clara señal de repudio por no poder utilizar el brazalete LGTBQ+.
Estos posicionamientos que denuncian ciertas políticas, por fuera de los resortes del poder, bien pueden ser tomados como una cuestión de hipocresía o ser criticados por no ser directamente un boicot al mundial de fútbol, organizado y sponsoreado por el poder capitalista y del cual las empresas, la FIFA y Qatar se llevarán las grandes ganancias económicas y políticas. Sin embargo esta ideología, estás manifestaciones que circulan en segundo plano, nos llevan a conocer la otra cara del mundial y de la/s lucha/s en otras partes del mundo, que no son tan distintas a las que tenemos todos los días por estas latitudes. El debate siempre es bienvenido.
Para finalizar, no puedo dejar de recordar una lucha mucho más cercana en lo ideológico y lo sentimental y más lejana en el tiempo. En 1978 la dictadura cívico-militar quiso aprovechar el mundial de fútbol que se disputaba en Argentina (ya estaba decidida la sede antes del golpe de Estado) para lavarle la cara a un régimen autoritario, desigual, prohibitivo, de persecución política, de disciplinamiento social y de una sistemática violación a los derechos humanos.
Gracias, sobre todo, al coraje de Madres de Plaza de Mayo, el mundo, a través de los medios de comunicación internacionales que estaban en el país realizando la cobertura, se enteraba de las atrocidades que cometía el gobierno de Jorge Rafael Videla.
John Holloway nos brinda una interesante herramienta para reflexionar sobre los alcances de las revoluciones, de pensar una sociedad más igualitaria, más justa, con respeto mutuo y con libertades para todas las disidencias y las minorías. Una búsqueda por fuera del poder que siempre vale la pena pensar y repensar, aun cuando la realidad (de los poderosos) se esfuerce por desanimarnos.